La luz de mi habitación lo
confundía todo, cuando la encendí algunos
objetos cayeron en la penumbra y la valija sin abrir, que estaba sobre la cama, se me antojaba una persona sentada frente al ropero.
La habitación se encontraba en la planta cuatro y se accedía a ella por escalera. Pero valía la pena el esfuerzo, ya que la 404 era un lugarcito acogedor, pintoresco por la bohemia que inspiraban los matices ocres y terrosos de las paredes y la romántica vista desde un ventanuco por donde podía contemplar la caldera sumergida del volcán. Allí cercados por la media luna de la costa montañosa debía de haber al menos un par de barcos, los que quedaran después de un largo día de visitas a la isla. Como era una noche cerrada no alcanzaba a distinguirlos, solo podía imaginar que seguían allí. Abrí la valija y me puse a buscar algo de ropa. Elegí lo mejor que había llevado, me cambié las medias que estaban empapadas y volví a calzarme los zapatos azules de estreno, aunque chorreaban, porque después de todo íbamos a bailar a un lugar donde no te podés presentar en zapatillas, nada menos que un castillo, y seguro que medieval. Me llegaban las voces de otros huéspedes, imagino que se embarcarían a la mañana siguiente, igual que yo, rumbo a El Pireo.
El conserje tuvo la amabilidad
de acompañarme hasta la calle, mientras me recomendaba que encendiera la luz del
celular para que no tropezara con las piedras.
Empecé a descender por los
amplios y rústicos escalones.
-Buen viaje, míster.
-Hasta luego, Kamal.
Emprendí el corto descenso
sin mayores ilusiones de llegar a destino sin un rasguño por tener la cabeza puesta en
aquella mujer. En ocasiones optaba por apagar la luz para cuidar la batería y solo
me guiaba por las farolas de las casas o incluso por el rastro de bosta de los
animales.
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