Los caminos estaban cerrados, no quedaba mucho por hacer, cuando tiré la moneda en la fuente tuve el mismo presentimiento, que poco a poco me iría descascarando, lenta, progresivamente hasta convertirme en el barco que alcanzaba a ver ahora por la ventana. Dejé la valija sin deshacer sobre la cama y me dispuse a bajar.
En las calles había un ambiente festivo. Todos los que acababan de llegar a la isla se aglomeraban para tener la mejor vista de la caldera del volcán. Allí estaban fondeados los barcos que nos habían traído, además de las lanchas que trasladaban a los visitantes de un lado a otro, zumbando alrededor de los barcos como abejas atraídas por la miel.
Nunca antes había estado en la isla, aunque me resultaba familiar. Caminé sin rumbo, deteniéndome en uno que otro puesto callejero. Di unas cuantas vueltas antes de comprender que era muy fácil perderse en una de sus encrucijadas, con tantas callecitas y escalones arriba y abajo. Empezaba a preguntarme si realmente estaría yendo para la playa, quería ver de cerca un lanchón medio hundido que descubrí cuando desembarqué esa mañana, estaba pudriéndose en las rocas, donde debió encallar cuando intentaba alcanzar la orilla en su último día.
Las puestas de sol por estas latitudes son impresionantes, el folleto no mentía. Nada que reprochar.
Se me fue el tiempo mientras paseaba, sacando fotos a cualquier cosa que me pareciera interesante. Y así me olvidé por completo del barco hundido entre las rocas, cuando me atrapó la noche con una bruma pegajosa que teñía de gris las casas blancas.
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