En las calles había un ambiente festivo. Todos los
que acababan de llegar a la isla se aglomeraban para tener la mejor vista de la
caldera del volcán. Allí estaban fondeados los barcos que nos habían traído,
además de las lanchas que trasladaban a los visitantes hasta el muelle,
zumbando alrededor de los barcos como abejas atraídas por la miel.
Nunca antes había estado en la isla,
aunque me resultaba familiar. Caminé sin rumbo, deteniéndome en uno que
otro puesto callejero. Di unas cuantas vueltas antes de comprender que era muy
fácil perderse en una encrucijada.
Con tantas callecitas y escalones arriba y abajo
empezaba a preguntarme si realmente estaría yendo para la playa, quería ver de
cerca ese barquito medio hundido que había descubrí en las rocas, donde debió
encallar cuando intentaba alcanzar la orilla en su último día.
Las puestas de sol por esas latitudes son
impresionantes, el folleto no mentía. No había nada para reprochar. Se me
fue el tiempo mientras paseaba, sacando fotos a cualquier otra cosa que me
pareciera interesante. Ya me había olvidado por completo del barco varado en
las rocas, cuando me atrapó la noche con una bruma pegajosa que teñía de gris
las casas pintadas a la cal.
Me puse a buscar el cruce que llevaba al hotel,
apurando el paso porque un viento de lluvia ya empezaba a jugar con
la bijouterie de los puestos.
Una guirnalda que cruzaba la calle se soltó y de un
latigazo puso a bailar a su troupe de banderines. Y los
truenos terminaron por dispersar a los paseantes. Para evitar que la lluvia me
alcanzara en medio de aquel laberinto yo también corrí. Nadie quería mojarse
pese al calor que hacía.
No sé cuánto tiempo estuve buscando el cruce con la
tormenta encima de mi cabeza. Ya no se veía un alma en los alrededores.
La lluvia cayó de golpe. ¿Dónde estaba el maldito cruce?
Empapado de pies a cabeza en una noche que ya olía
a resaca de mar, me encontré de pronto frente a la marquesina amarillenta de un
pub de mala muerte. Se oía música de jazz adentro. Sin pensarlo dos veces
empujé la puerta doble de la entrada. Tuve que cruzar una nube de humo para
encontrar la barra. Por nada del mundo hubiese elegido ese sitio para tomarme una
copa, pero no había alternativa, haría un poco de tiempo hasta que parara de
llover y después volvería al hotel. Lo que más me molestaba era que estrenaba
unos zapatos que me hacían bastante ilusión como para que se me arruinaran en
la primera puesta.
Con tanto humo no veía al barman para ordenar una
copa. Cuando mi vista se acostumbró al entorno pude comprobar que arriba del
mostrador, cerca del barman había un gato negro sentado mirándome.
No estaba muy concurrido que se diga. Había un
hombre inmóvil junto a la ventana y otro algo más alejado sosteniéndose la
cabeza como si pensara Las mesas restantes estaban vacías, lo que resultaba
bastante extraño, porque de dónde salía tanto humo.
Pero entonces una mirada repentina se estrelló
directa contra mí.
- ¿Usted no baila? - preguntó una voz de mujer. Era
una invitación.
- ¿Cómo?
-Que si le gustaría bailar... conmigo.
-Es que estoy mojado.
-Eso a mí no me importa.
- ¿Y qué vamos a bailar? Esto es jazz.
- ¿No lo baila? Usted déjese llevar –. Ahora me miraba, pero desde el abrazo -¿Puede sentir a dónde va mi cuerpo? Vaya a dónde va mi cuerpo y entonces estaremos bailando -¿lo ve?
-Es que yo soy la profesora de baile.
Era muy hermosa. Se parecía a Sonia Braga cuando en
sus años protagonizó a Doña Flor.
Cuando la música languideció hasta los alcances de
Miles Davis insinuó que la acompañara. Nos dirigimos a su lugar en la barra
donde la esperaba un último sorbo de su copa. Hizo un gesto de negación y bebió sentada en un banco alto con las piernas cruzadas, desnudas hasta donde
llegué a ver, y una sonrisa táctica. Realmente era una mujer preciosa. T
-Estás a tiempo, ¿sabes?
- ¿A tiempo…? -Tenía acento caribeño
Hizo un gesto como que le agradaba aquella música y, sin más me llevó de
la mano nuevamente a la pequeña pista de baile.
Insistí en preguntarle por qué había dicho eso de
estar a tiempo.
- ¿Están por cerrar?
- ¿El pub? No, lo decía por la fiesta.
- ¿Una fiesta? ¿Dónde?
-En el Castillo. Todo el mundo va para allá.
-Qué interesante ¿Y vos no vas a ir?
-Yo no puedo, lamentablemente me tengo que quedar,
porque este es mi trabajo, soy la profesora de baile, ¿no te lo había dicho?
-Sí, creo que sí.
Ella volvió a sonreír. Me estaba desarmando.
- Por eso debo quedarme y sacar a bailar a los
caballeros que van entrando al local.
-Por supuesto.
Volvió a hablar la música. Y después de una pausa...
-Porque, como te he dicho, todos van a ir.
-Al castillo.
-Al Castillo, sí.
-Pero vos no Podés.
Echó la cabeza para atrás y su pelo
se soltó como el agua –Ganas no me faltan...-
El vestido de la profesora era de una tela tan suave
que se confundía con su piel. Mantuve mi mano en su espalda – Ganas de ir a la
fiesta, quise decir... – susurró.
Debió parecerle que estábamos acercándonos mucho, se
apartó discretamente y me recomendó que me anotara en sus clases. Yo le
respondí que lamentaba mucho que mi barco zarpara al día siguiente, muy
temprano.
-Oh, qué pena...Entonces nos veremos a la vuelta, ¿no?
Todos vuelven, no te preocupes. De cualquier modo no deberías perderte lo de
esta noche, ¿sabes?: no tiene desperdicio.
Sus ojos negros tenían la intensidad de las cosas que
no deberías dejar de un día para el otro. Solo que había en ese comportamiento
suyo ciertas interferencias un tanto perturbadoras. En un momento, por ejemplo,
desvió la vista hacia afuera y me tocó el hombro, manteniendo su mano allí con
firmeza como para retenerme, pero estaba claro que los vidrios empañados de la
entrada no permitían ver lo que hubiera al otro lado. Fuese lo que fuese, la
profesora empezó a mostrarse incómoda a partir de ese momento, tal vez le
preocupaba algún asunto pendiente. Dijo que le había encantado conocerme,
dándome a entender que eso era todo. En fin…
De manera que mientras la trompeta no dejaba de
patinar en un fondo lluvioso de escobillas, la profesora de baile iba a
perderse para siempre detrás de la cortina del vestidor, cuando repentinamente se giró y dijo:
-En el
embarcadero, a media noche, muelle cuatro.
De vuelta en el hotel, pensé mucho en ella, me tenía agarrado, yo no podía ver más allá de lo que sentía, era algo con lo que podía ilusionarme, no me daba cuenta de que estaba parado al borde de un precipicio, y a punto caer. Mi única preocupación del momento giraba en torno a esa cita, temía llegar tarde y que ella no estuviera, o perderme en el puzle de calles tan confusas como un jeroglífico, especialmente de noche. Quizás el conserje del hotel podía ayudarme con eso. Aquella mañana había subido al pueblo por medio de un teleférico, suponía que podía bajar de la misma forma.
El muchacho, que escribía en una notebook, se levantó solícitamente para alcanzarme la llave de mi
cuarto.
Le pregunté si era filipino.
-Bangladesh.
-Pero hablas español.
-Sí, míster, no tengo problema.
-Necesito que me hagas un favor, esta mañana tomé el
teleférico para venir. Sé que me bajé no muy lejos del hotel, pero no recuerdo
dónde exactamente. ¿Podrías indicarme...? Es que tengo que volver al
embarcadero.
-De noche teleférico no, míster.
- ¿Por qué?
-Cerrado, abierto de día cerrado de noche. Muy
peligroso.
Kamal (así se llamaba él) me aseguró que tampoco iba a
poder hacerlo en burro.
- ¿Y eso? Cómo que en burro.
-De noche no pueden pasar. Se cierra.
-Igual yo no pensaba montar un burro.
- ¿Y por qué no alquiló un coche?
-Tampoco quiero alquilar un coche.
-Eso es un problema en la isla. Pero no se preocupe,
yo podría tener la solución. Como usted parece buena persona, yo voy a
recomendar. Hay una manera.
-En burro no.
-Usted tranquilo, míster. Va a ser a pie.
-Que vaya caminando... ¿Pero cuánto voy a tardar?
-Una hora. Hay que pasar la puerta.
- ¿Hay una puerta? En la calle.
-Usted necesita una llave, míster.
- ¿Y dónde la consigo?
-Yo guardo copia.
El conserje abrió una suerte de alhajero que había
junto a una foto de familia y extrajo una llave de bronce. La retuvo un momento
antes de entregármela, con lo que me daba a entender que el favor tenía precio.
Saqué un par de billetes de mi cartera.
La luz de mi habitación lo confundía todo, al encenderla algunos objetos cayeron en la penumbra y la valija sin abrir que estaba sobre la cama, se me antojaba una persona sentada frente al ropero.
Me había alojado en la planta cuatro, que se accedía
por escalera. Pero valía el esfuerzo, ya que la 404 era un lugarcito acogedor,
pintoresco por la bohemia que inspiraban los matices ocres de las paredes y la
romántica vista desde un ventanuco por donde podía contemplar la caldera
sumergida del volcán. Allí cercados por la media luna de la costa montañosa
debía de haber al menos un par de barcos, los que quedaran después de un largo
día de visitas a la isla. Como era una noche cerrada no alcanzaba a
distinguirlos, solo podía imaginar que seguían allí. Abrí la valija y me puse a
buscar algo de ropa.
El conserje tuvo la amabilidad de acompañarme hasta la
calle, mientras me recomendaba que encendiera la luz del celular para que no
tropezara con las piedras.
Empecé a descender por los amplios y rústicos
escalones, a veces apagaba la luz para cuidar la batería y solo me
guiaba por las farolas de las casas o incluso por el rastro de bosta de los
animales.
A medio camino, más o menos, di con lo que Kamal llamó
puerta, una tranquera. El candado saltó apenas hice girar la llave, pasé al
otro lado y volví a cerrar, como Kamal me pidió. Consultaba la hora con
frecuencia, por temor a que la profesora de baile se fuera sin mí. No me
retrasé ni un minuto. Todo salió a pedir de boca, según mis planes, menos algo
que no tuve en cuenta. Cuando divisé al fin la ribera, desierta a esas altas
horas, empecé a asustarme. ¿Dónde estaba el muelle cuatro? Entonces recordé que
esa mañana cuando desembarqué había un embarcadero donde atracaban todas las
lanchas, solo uno. Podía ser que me equivocara, por supuesto. Era cuestión de
buscar, tenía que existir, no debía estar lejos. Sin embargo, en el embarcadero
no había ninguna referencia que me ayudara a dar con él. Lo busqué por todas
partes, no había un muelle cuatro, no existía, a menos que el muelle cuatro
estuviera más lejos. Otra posibilidad era que la profesora de baile se hubiera
burlado de mí mandándome a cualquier parte. ¿Pero por qué?
Amplié la búsqueda, aunque estaba claro que las
embarcaciones estaban todas juntas amarradas en el embarcadero, podía verlas y
hasta oír sus cabeceos provocados por el oleaje. Me costaba aceptar que la profesora de baile
me hubiera tomado por tonto.
Frente a la boca del volcán extinguido atendía a los sonidos del agua, mientras intentaba encontrar una mejor explicación a este desencuentro, cuando me pareció ver que algo se movía, una cosa que enseguida se desvaneció en la bruma. No pude precisar de qué se trataba, solo que pasó frente a mí, pero no sabía a qué distancia, no muy lejos de la orilla, creí que debía tratarse de una embarcación de pequeño porte, silenciosa, quizá se había soltado del amarre, aunque ocurrió demasiado rápido para un bote que fuera a la deriva. Esperé un poco, pero no nada. También podía ser que la vista me estuviera engañando, estaba cansado, y ya quería irme después de todo, qué estaba haciendo ahí parado como un idiota.
Había muchas maneras de perderse en la isla, fueras a
donde fueras te encontrabas con bifurcaciones, ahora ni siquiera podía dar con
la escalera de piedra por donde había bajado. Me senté sobre el muro que
bordeaba el camino aceptando que, tal como estaban las cosas lo mejor que podía
hacer era esperar a que se hiciera de día. Tenía que tomarlo con calma, aunque
sentía una profunda desilusión, desproporcionada por lo que debí tomar solo
como un simple plantón. -Estuve esperándote- oí de pronto
La profesora de baile estaba frente a mí en carne y
hueso, salida de la nada.
-Bueno, aquí estamos… ¿Qué pasó con el muelle? Quiero
decir que no existe el muelle cuatro. Lo busqué por todas partes, no me mires
así.
Ella me dio la mano y me arrancó de ahí como un yuyo,
creo que estaba feliz de que nos hubiéramos podido encontrar.
Con un gesto me mostró una inscripción labrada en una
piedra del tamaño de un meteorito, donde se leía con toda claridad, ya que
estaba debajo de una farola, “MUELLE 4”.
-Nunca creíste que hubiese un muelle cuatro, ¿no?
Todo lo tomaba a risa. Sus carcajadas eran tan
contagiosas que olvidé mi enojo y también me puse a reír. Creo que el cambio de
humor me vino bien, aquel sitio ya empezaba a darme escalofríos.
-Y ahora que hacemos.
-Nos vamos en la barca derecho al castillo, no sea que
la fiesta empiece sin nosotros.
Consultó su relojito pulsera poniendo cara de “aunque
me parece que ya empezó”.
continuará …
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